Nuestros pensamientos y emociones son como las olas inmensas del mar. En determinado momento nos sentimos felices y contentos, quizás aún eufóricos, pero muy pronto podemos llegar a sentirnos tristes y deprimidos.
Sin embargo, a pesar de esas olas inmensas que se levantan en la superficie del mar, si nos sumergimos bastante debajo de ellas, encontramos agua que permanece quieta y libre del fuerte movimiento de las olas; aun la tempestad más fuerte no puede inquietar aquellas aguas, cuyas corrientes fluyen libres por sus propios canales.
Dios quiere llevarnos a una libertad verdadera. Nos llama por nombre, y nos extiende su mano todo el día para guiarnos (Romanos10:21); sin embargo, muchas veces tememos confiar en Él, porque según nuestros pensamientos y percepciones, el camino por el cual Él nos guía, va en dirección contraria a lo que nos parece.
Como hijos de Dios, nuestra condición interior es similar al océano. Las olas de nuestras emociones fluctúan y nuestros pensamientos pueden correr según sus propias direcciones sin nuestro control.
Sin embargo, más debajo de nuestros pensamientos y emociones hay un lugar tranquilo y reposado donde somos libres de escoger qué vamos a hacer en cuanto a la tempestad que ruge en la superficie de nuestras emociones y pensamientos.
Podemos escoger controlar lo que nos parece que debemos pensar y sentir mediante su negación y represión, pero lo que neguemos o reprimamos reaparece en forma de enfermedades o pensamientos y acciones compulsivas.
De otro lado, podemos permitir que nuestras emociones y pensamientos controlen nuestras actitudes y acciones, y quedar fluctuando de un lado a otro, o sea en cualquier dirección que ellos vayan en un momento dado; eso nos conducirá a vivir una vida inestable y sin dirección.
Cristo vino con el fin de proveernos una salida a este dilema.
Él murió para hacernos libres de ser arrastrados por nuestros pensamientos y emociones y nos ha dado la autoridad en Su nombre para usarlo en contra del enemigo que quiere mantenernos encadenados y divagando de acá para allá según su voluntad.
Dentro de nosotros, más debajo de nuestros pensamientos y emociones, somos libres para escoger usar la autoridad del nombre de Cristo por medio de la cual entramos a la libertad que Él tiene para nosotros.
La batalla para ser libres de esos pensamientos dañinos no podemos darla con buenos pensamientos o buenas intenciones; sólo Cristo y la autoridad de Su nombre nos hace libres. Sin embargo, nadie, ni siquiera Dios mismo, puede forzarnos a escoger Su camino de escape. Nosotros, cada uno por sí mismo, tiene que decidirse a caminar hacia esa salida.
Sin embargo, a pesar de esas olas inmensas que se levantan en la superficie del mar, si nos sumergimos bastante debajo de ellas, encontramos agua que permanece quieta y libre del fuerte movimiento de las olas; aun la tempestad más fuerte no puede inquietar aquellas aguas, cuyas corrientes fluyen libres por sus propios canales.
Dios quiere llevarnos a una libertad verdadera. Nos llama por nombre, y nos extiende su mano todo el día para guiarnos (Romanos10:21); sin embargo, muchas veces tememos confiar en Él, porque según nuestros pensamientos y percepciones, el camino por el cual Él nos guía, va en dirección contraria a lo que nos parece.
Como hijos de Dios, nuestra condición interior es similar al océano. Las olas de nuestras emociones fluctúan y nuestros pensamientos pueden correr según sus propias direcciones sin nuestro control.
Sin embargo, más debajo de nuestros pensamientos y emociones hay un lugar tranquilo y reposado donde somos libres de escoger qué vamos a hacer en cuanto a la tempestad que ruge en la superficie de nuestras emociones y pensamientos.
Podemos escoger controlar lo que nos parece que debemos pensar y sentir mediante su negación y represión, pero lo que neguemos o reprimamos reaparece en forma de enfermedades o pensamientos y acciones compulsivas.
De otro lado, podemos permitir que nuestras emociones y pensamientos controlen nuestras actitudes y acciones, y quedar fluctuando de un lado a otro, o sea en cualquier dirección que ellos vayan en un momento dado; eso nos conducirá a vivir una vida inestable y sin dirección.
Cristo vino con el fin de proveernos una salida a este dilema.
Él murió para hacernos libres de ser arrastrados por nuestros pensamientos y emociones y nos ha dado la autoridad en Su nombre para usarlo en contra del enemigo que quiere mantenernos encadenados y divagando de acá para allá según su voluntad.
Dentro de nosotros, más debajo de nuestros pensamientos y emociones, somos libres para escoger usar la autoridad del nombre de Cristo por medio de la cual entramos a la libertad que Él tiene para nosotros.
La batalla para ser libres de esos pensamientos dañinos no podemos darla con buenos pensamientos o buenas intenciones; sólo Cristo y la autoridad de Su nombre nos hace libres. Sin embargo, nadie, ni siquiera Dios mismo, puede forzarnos a escoger Su camino de escape. Nosotros, cada uno por sí mismo, tiene que decidirse a caminar hacia esa salida.
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